Lo que me enseñó la transición de mi hijo

Entrevista con Adolfo Ortega para SISU

La decisión de Leo me obligó a mirar de nuevo mi historia, mis miedos y mis prejuicios. Y me enseñó a amar desde un lugar completamente distinto.

Familia | ANA BÁRCENAS

Fui mamá joven. A los 23 años nació Chiara, mi hija mayor. Me separé de su papá cuando ella era muy pequeña, y desde entonces la crié sola. Como muchas mujeres de mi generación, sin darme cuenta me fui comprando una historia: la historia de una hija bonita, femenina, dulce, que un día encontraría a un buen hombre que la cuidara y formarían una familia feliz. Era una historia sencilla, tradicional, pero me daba cierta paz. Una especie de garantía que yo no tuve. Yo, que había crecido en un entorno duro, marcado por la violencia y el silencio, necesitaba pensar que a mi hija le tocaría algo distinto. Algo más fácil. Y me aferré a esa idea con una fuerza que no supe ver… hasta que se rompió.

El día de mi cumpleaños número 43, yo estaba cocinando, feliz, preparando camarones para celebrar. Y en medio de esa escena doméstica, Chiara se acercó y me dijo con absoluta claridad: “Mamá, me voy a quitar los senos”. Pensé que hablaba de una reducción. Le dije algo como: “¿Pero por qué? Estás preciosa”. Y entonces me respondió: “No, no me estás entendiendo. Me las voy a quitar”. Tenía 17 años, estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, y ya había ahorrado para la cirugía. Yo no supe qué hacer. Me fui directo a la negación: “Hoy es mi fiesta, no vamos a hablar de esto”. Me tomé tres mezcales. Pensé que se le iba a pasar. Que era una fase. Pero no. Esa noche comenzó algo que no era su transición. Era la mía.

Leo —antes Chiara— me lo había dicho años atrás. Tres, tal vez cuatro veces. Lo insinuaba con frases, con gestos, con silencios. Pero yo no quería ver. Lo anulé completamente. Pensé que era una etapa, que eran las redes sociales, que estaba confundido. Usé todos los pretextos posibles para no escuchar y no mirar.

Y no es que no hubiera señales. Siempre fue un niño lleno de imaginación, muy sensible, muy talentoso. Le fascinaban las sirenas, los unicornios, los animales fantásticos. Dibujaba todo el tiempo. Dibujos con identidades múltiples, criaturas que no eran ni una cosa ni la otra. Yo los veía, me enternecían, pero no los entendía. Más adelante, cuando empezó a consumir contenido audiovisual sobre personas queer y trans, ahí sí ya no lo pude ignorar… pero aun así lo hice.

Yo ya tenía una historia montada sobre quién era mi hija. Una chica bonita, con muchos atributos que la hacían “encajar” en el molde de lo femenino. Y como yo venía de una vida difícil, proyecté sobre ella todo lo que no tuve: un marido protector, una vida “normal”, un camino claro. Y claro, cuando Leo empezó a romper ese molde, mi respuesta fue el pánico.

No me daba cuenta de que no estaba viendo a mi hijo. Estaba viendo mis miedos. Proyectaba todo lo que no había sanado, todas las heridas que no había querido nombrar. Eso fue lo más duro de aceptar: que el problema no era él, era yo.

Después de aquella conversación en mi cumpleaños empezamos a buscar apoyo profesional. Yo pensaba que lo estábamos haciendo por él. Que necesitaba guía, contención, tal vez “corregir el rumbo”. Nos acercamos a dos o tres personas, pero no fue sino hasta que dimos con Hugo Gómez —un terapeuta especializado en temas LGBT+— que escuché lo que nadie me había dicho con tanta claridad.

Me miró con calma y me dijo: “Leo lo tiene clarísimo. La que necesita ayuda eres tú”.

Ese fue el primer espejo que me enfrentó a lo que yo no quería ver. Hasta entonces, yo creía que estaba reaccionando desde el amor, desde el cuidado. Que tenía miedo de que algo le pasara, de que el mundo lo atacara, de que no encontrara protección. Pero lo que en realidad estaba haciendo era proyectar mis propios traumas. Todo lo que me dolía, todo lo que había silenciado durante años —especialmente lo que viví con mi madre— estaba saliendo ahora disfrazado de preocupación.

A partir de ahí empezó mi verdadero proceso. Leo no necesitaba que lo corrigiera. Necesitaba que lo viera. Fue entonces cuando Hugo, el terapeuta, me explicó algo que cambió por completo mi forma de ver las cosas: la transición de género no es una enfermedad. Desde hace más de una década, la Organización Mundial de la Salud ya la había despatologizado. No era un trastorno. No era una fase. No era un error. Era simplemente la forma en que mi hijo se reconocía a sí mismo.

En terapia tuve que hacerme una pregunta que me resistía profundamente: ¿de dónde venía mi miedo? No el miedo evidente, sino ese miedo más hondo, visceral, que me paralizaba. Encontré la respuesta en la historia de mi mamá.

Cuando yo tenía 16 años, mi mamá era pensionada del IMSS y, como cada mes, le tocaba ir a cobrar. Ese día me iba a llevar con ella. Me quedé dormida. No fui. Ella tenía una rutina: debía estar de vuelta a las tres o cuatro de la tarde. Pero no regresó. A las ocho de la noche, mis hermanos ya estaban alarmados. Esa noche no supimos nada. Al día siguiente, nos avisaron que estaba internada de emergencia.

Nos dijeron que la habían asaltado. Ella regresó golpeada. Y nos contó una historia amable, protectora: que llevaba el dinero escondido en un bote de leche Nido, que el ladrón no lo encontró, y que quizá un niño de la calle lo habría encontrado. Era una historia imposible, pero yo quería creerla.

Dieciséis años después, días después de la muerte de mi mamá, cuando yo tenía 31 años, mi hermano César me dijo la verdad: nuestra madre había sido víctima de una agresión sexual. Nunca lo dijo. Nunca lo nombró. Murió con ese secreto. Años después del ataque, mi mamá comenzó a enfermar. Le diagnosticaron hepatitis. Su salud se fue deteriorando hasta que falleció en 2006. Se vinculó la agresión con su enfermedad, pero yo creo que lo que la mató fue el silencio. El trauma sin nombrar. La vergüenza que no era suya, pero que cargó hasta el final.

Y entonces entendí que lo que más me dolía no era que Leo transicionara, sino que yo sentía que no iba a poder protegerlo. Que ya había fallado una vez. Que el mundo era peligroso, y que alguien que no encajara sería aún más vulnerable.

Quise meter a Leo en una vida “segura”: una mujer guapa, con un buen hombre. Pero me di cuenta de la contradicción más dolorosa: esa historia tampoco salvó a mi mamá.

Mi resistencia a su transición no venía solo del prejuicio. Venía del miedo ancestral de perder. De la herida no sanada de una hija que tampoco pudo proteger a su madre.

Estudié cine, pero antes de todo fui lectora. Mi hermano era escritor, y crecí rodeada de libros. Quería escribir guiones, contar historias que tuvieran sentido, que conectaran con algo profundo. Al principio pensaba que haría ficción, pero con el tiempo descubrí el cine documental: más humano, más directo, más honesto. Y ahí supe que ese sería el principio de mi camino.

Durante la pandemia, estaba por iniciar otro proyecto en Monterrey, pero el encierro lo detuvo todo. Y entonces ocurrió lo inevitable: la transición de Leo cobró una fuerza que ya no podía negar. Estábamos todos en casa. Yo, en plena maestría de cine documental. Y pensé: “Quizás ésta es la historia que me toca contar”.

Mi primera idea fue que Leo narrara la película. Pensé que si él hablaba desde su experiencia, podíamos generar empatía, abrir conversación. Comenzamos a grabar, y durante un tiempo me permitió hacerlo. Pero un día me puso un límite claro: “Mamá, no quiero que me sigas grabando. No me gusta”. Me lo dijo con firmeza y con razón. Yo sentí que ahí se acababa todo. Pensé: si no está él, no hay película.

Fue entonces cuando un maestro mío, Joshua Gil, me dijo algo que me cambió por completo la mirada: “La película no tiene que ser sobre Leo. Él ya sabe quién es. La que está en conflicto eres tú. La película es sobre ti”.

Ese comentario fue un parteaguas. Me di cuenta de que todo lo que yo venía cargando —mi resistencia, mis miedos, mi historia familiar, el silencio de mi madre— también necesitaba ser contado. Que había una historia detrás de mi incapacidad para aceptar. Una historia que muchas otras personas, madres, padres, familias, podían estar viviendo en silencio, como yo.

Contar esta historia fue durísimo. Tuve que aprender a desdoblarme: a ser la mamá de Leo y también el personaje de mi propia película. Fue terapéutico, pero también agotador. Revisar las imágenes, escribir la voz en off, mirar mis gestos, mis fallas, mis momentos de miedo y mis momentos de ternura… fue como exponerme sin filtro.

Pero valió la pena.

Ahora la película existe. Se llama “En camino a Leo”. La estamos presentando en funciones privadas por todo el país, tuvo su estreno internacional en el FICC Cuenca y ahora su premien en el 20º DocsMX. Cada vez que termina una proyección, ocurre algo mágico: la gente no habla solo de mí, ni de Leo. Habla de sí misma. Alguien se atreve a contar algo que nunca había dicho. Alguien llora. Alguien abraza. Alguien dice: “Esto me está pasando”.

Y ahí entiendo que no solo hicimos una película. Hicimos un espacio para conversar sin miedo.

Nunca imaginé que esta experiencia me iba a enseñar tanto sobre mí misma. Pensé que ya era una persona analítica, estructurada, incluso empática. Pero en el fondo, no había aprendido a escuchar de verdad. La maternidad me la enseñaron como algo vertical: tú sabes, tú decides, tú tienes la razón. Y yo me lo creí. Me creí que sabía lo que era mejor para mi hijo. Me creí que estaba protegiéndolo. Pero en realidad lo estaba silenciando.

Hoy sé que ser mamá no es tener siempre la respuesta. A veces es tener la humildad de hacer preguntas. A veces es simplemente estar ahí, escuchando, sin tratar de encajar al otro en tu historia.

Leo me ha enseñado más de lo que yo podría haber imaginado. Su transición no fue solo suya. Fue también mía. Porque para poder verlo como es, tuve que aprender a verme a mí como realmente soy: con mis heridas, mis prejuicios, mis contradicciones… pero también con la capacidad de cambiar, de pedir perdón, de empezar otra vez.

A quienes están viviendo algo parecido, solo puedo decirles esto: escuchen con el corazón. No reaccionen desde el miedo. Revisen su propia historia. Quizá no se trata de entenderlo todo de inmediato, pero sí de estar dispuestos a mirar. Y, sobre todo, a mirarse a uno mismo.

 Ana Bárcenas en la sala THX de los Estudios Churubusco durante la postproducción de En camino a Leo.

 
 

 

 

Acompañar a alguien en su verdad a veces requiere que desmontemos todo lo que creíamos saber de nosotros mismos. Cuando una madre o un padre miran a su hijo con nuevos ojos, también suele cambiar la mirada con la que se han visto a ellos mismos.

¿Qué historias heredadas te impiden ver con claridad a quienes más amas?

¿Qué parte de ti tendrías que soltar para amar con mayor libertad?

 

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Cineterapia

La sesión de cineterapia consta de tres tiempos:
Antes de la proyección, un especialista en cine describe el contexto general de la obra cinematográfica con una breve semblanza de su director y el género al que se circunscribe. Por su parte el terapeuta menciona la problemática a revisar con la película elegida.
Se hace un visionado del filme con todos los participantes y al término un receso de 15 minutos.
Después el terapeuta establece las reglas básicas de comunicación para el grupo:
a) Lo más importante es hablar de los sentimientos originados por la historia y de dónde provienen, más que del filme como producto artístico (se trata de una terapia grupal, no de un cine debate)
b) El participante debe hablar en primera persona y dirigirse a los otros con respeto y sin juicios de valor.

El terapeuta inicia la dinámica por medio de distintas preguntas a los participantes con la idea de extraer información suficiente para llevarlos a una experiencia significativa y de auto conocimiento, que seguirán trabajando como parte de su desarrollo personal.

Entre los beneficios de la cineterapia podemos encontrar que es revitalizante, ya que tiene una función catártica por medio de la empatía, desarrolla la creatividad, el sentido del humor, genera conciencia sobre distintas temáticas y brinda alternativas para afrontar procesos de pérdida, por lo que representa una propuesta ideal para complementar otras vías terapéuticas.